“Cuando el sol ha cruzado el umbral de la flamígera puerta y refleja el suave brillo de sus primeros rayos, el ave Fénix lanza su canto sacro, de acentos únicos que invocan los fulgores primeros con su voz encantadora que no podrían imitar ni el ruiseñor con sus tonalidades ni la flauta con la música de su sonido círreo, tampoco se lo podría igualar al canto del cisne que muere ni el que arranca de las cuerdas sonoras de la lira celena.(…) Se sabe que quien oye cantar al Fénix cura al instante sus enfermedades(…)En verdad es el Fénix, es Él, pero no el mismo que fue. Es el que ha alcanzado la vida eterna por la muerte eterna(..).» Lactancio (S.III). “Poema del Ave Fenix”.
Para nuestra quinta semana de #pinceladasdearte, hemos decidido acercarnos a una figura muy especial que aparece en nuestro capitel del sátiro. Ante lo «llamativo» del protagonista principal de dicho capitel, solemos pasar de largo otra magnífica figura que se encuentra en la cara opuesta a éste. Nos referimos a lo que ha sido interpretado por el doctor Prado-Vilar, de la Universidad de Harvard, como un «ave fénix». Este investigador afirma que podríamos estar delante de un capitel dedicado a la idea de la resurrección gracias a las tres caras que se han conservado y este animal sería, por razones obvias, protagonista esencial.
Seguramente muchos conocen la simbología griega del ave fénix, ese pájaro de fuego que renace una y otra vez de sus propias cenizas, pero este ave es también un símbolo lleno de significación para la tradición cristiana. Y es que por motivos que podemos ya imaginar, este animal se va a asociar con Cristo y la resurrección.
Según la tradición cristiana, ya habitaba el fénix el Jardín del Edén junto a Adán y Eva y, cuando éstos fueron expulsados, de la espada del ángel que los acompañaba prendió una chispa que incendió su nido, consumiéndose hasta las cenizas. Al ser el único animal que se negó a probar la fruta prohibida, se le concedió el don de la inmortalidad a través del renacer de sus propias cenizas. Un hecho que ocurre cada quinientos años, como ya cuenta, en el siglo I, San Clemente I en un párrafo de su «Carta a los Corintios»: “Hay un ave, llamada fénix. Esta es la única de su especie, vive quinientos años; y cuando ha alcanzado la hora de su disolución y ha de morir, se hace un ataúd de incienso y mirra y otras especias, en el cual entra en la plenitud de su tiempo, y muere” (XXV). Como vemos, este animal fue asimilado por el cristianismo desde sus comienzos como un símbolo alusivo a la resurrección.
Un par de siglos más tarde, la base de este mito queda asentada en el poema «Carmen de ave phoenix» de Lactancio, escritor latino y apologista cristiano del siglo III, del que hemos incluido un fragmento al comienzo de nuestras pinceladas. Este poema deja claro que el fénix es a su vez macho y hembra, capaz de engendrarse a sí mismo por lo que a la vez es también padre y heredero. En la representación más habitual del fénix, éste suele aparecer con las alas desplegadas, consumiéndose en el lecho de llamas, que es como la podemos interpretar en nuestro capitel.